CLARIN. TRIBUNA. Jueves 24 de abril de 2014
La muerte del filósofo Ernesto Laclau permite realizar un balance crítico del tipo de populismo que promovió como un pase de magia – o una trasmutación de elementos – presentar un producto de la derecha como si fuera una forma de progresismo de izquierda.
El populismo nació como una forma de dominación de masas cuando desbordaban las posibilidades de contención y de reparto de alimentos por parte de sectores de la burguesía. Ella pudo dominar el poder por un tiempo mediante el uso de la riqueza el orden y la cultura, buscando por medio de una identificación imaginaria, hacerse admirar por sus dominados. Hay un grave olvido de esta memoria—historia y una exacerbación ideológica que lleva a un reciclaje de la derecha conservadora. Esto es lo ignorado. El punto de coincidencia no admitido entre “esa” derecha y “esa” izquierda es que hay que mantener a los pueblos en la ignorancia, en la creencia mágica y en la sujeción infantil a los líderes carismáticos, a cambio de promesas que nunca producen un mejor reparto de la riqueza, y siempre mantienen desigualdades exasperantes.
Para los líderes populistas la ignorancia y la dependencia de los pueblos es necesaria para sostenerse en el poder, mediante recursos de movilización que pueden contener la vía electoral. Habrá quienes sostengan esa clase de liderazgo, aunque en el fondo la desprecien, para mantener el circuito de cooptación de los sectores más humildes. Esa es la condición para volcar sobre ellos un discurso de ilusiones y promesas, nunca cumplidas, de salir de la pobreza.
La astucia de las ideas de Laclau fue mostrar al “campo de la derecha” como antagónico del “campo popular” cuando en realidad, en la fórmula populista se trata de dos caras de la misma moneda. Se define como antagónico lo que resulta complementario, en una lógica de hierro que mantiene el statu—quo y reproduce el circuito de la desigualdad. Así se cierra el círculo vicioso populismo—derecha, que, con amplias gesticulaciones de rechazo mutuo, encubren esta connivencia profunda. El planteo de Laclau idealiza la relación de amor de la masa con el líder, ve entre ellos algo positivo, que soslaya el sometimiento, que impide que el líder caiga en el autoritarismo narcisista. Olvida que el concepto de padre de la horda sigue psíquicamente vigente. La realidad lo desmiente. Ningún líder deja la alfombra roja. Quiere mandatos eternos. Y seguir proponiéndose como “la madre” (o “el padre”) de todos. Sancionando el carácter infantil de la masa.
El populismo crea “seguidores”, sumisos y acríticos. La democracia crea ciudadanos. Los primeros caen en el desasosiego y la orfandad cuando el líder desaparece. Los segundos conducen esos momentos de la adolescencia a la madurez. En esta opción nos debatiremos en los tiempos por venir.